lunes, 18 de enero de 2010

Dime tu secreto


No sé lo que es... Es más una sensación, intensa pero etérea... Nada cuantificable, nada medible...

Pienso en chimeneas y camisas de cuadros.

También me da por pensar en noches de fiesta y bailoteo... En amaneceres prematuros envueltos en carcajadas y celofán.

El caso es que es algo claro y cristalino desde hace tiempo y eso, por pequeño que sea, me hace sentir bien. Puede que me sirva como punto de apoyo para no perder pie. A veces estoy tan perdida que no recuerdo dónde puse el corazón.

Claro que, a lo mejor, solamente, lo único que pasa es que mi voz suena tan alta aquí dentro que no me deja oír más allá. Se espesa como la niebla y solo puedo poner las orejas puntiagudas, rollo Arwen, la estrella de la tarde para su pueblo. Cierro los ojos para potenciar aún más la experiencia. Me pongo a oír... Cada giro de viento... Cada hoja que cae... Cada árbol que llora... Cada latido que pasa... Cada lamento que se queda y no se quiere ir y se queda y no hay forma de olvidar...

Con la punta de los dedos me recorro la cara. Es suave, aterciopelada y dulce. Ya solo me falta aprender a sonreír. Sigo hacia abajo por el cuello, demasiado corto para mi gusto, y llego al pecho, blanquito y brillante. Siento cosquillas. Sigo bajando. Y luego subo por la espalada. Me retengo y entretengo en la nuca, el pelo, las orejas, el pelo, la nuca, subo, la frente, los ojos... Estos ojos que se han olvidado de ver como el corazón de amar... Como el alma de sentir...

Y todo me sabe amargo.

Y todo lo veo a medias, como en un sueño en el que no puedo ver imágenes completas, todo se desestructura, se parte por la mitad. Las caras de la gente partidas por la mitad.

Entonces es cuando me acuerdo de cuánto me gustan los jugadores de baloncesto.